Por: Mauricio Gutiérrez, Abogado, De Chaparral, Sur del Tolima
En la política colombiana, la defensa de ciertos
líderes alcanza niveles de incoherencia alarmantes. El más reciente episodio lo
protagonizan los seguidores de Óscar Barreto, quienes, ante las críticas por su
preocupante ausentismo en el Senado, decidieron desviar la discusión con
ataques personales, sentimentalismo y una lealtad ciega que raya en lo absurdo.
Un informe de Semana reveló que Barreto es el segundo senador con más
inasistencias en el Congreso, acumulando al menos 30 sesiones perdidas. Sin embargo,
en lugar de exigirle explicaciones o defender su trabajo con hechos, sus
aliados optaron por una estrategia de victimización que dejó en evidencia lo
que ya era evidente: Barreto es senador, pero no actúa como tal.
El exalcalde Andrés Hurtado encendió la polémica al
afirmar que “Barreto el vago no ha traído ni un solo recurso”. La reacción de
los barretistas fue inmediata, pero no para rebatir con pruebas su desempeño
legislativo, sino para atacar a Hurtado y recordarle los favores que recibió en
el pasado. El diputado Giovanny Molina, en vez de demostrar que Barreto trabaja
en el Congreso, se enfocó en criticar al Ing. Andrés Hurtado, como si la
política se tratara de favores personales y no de resultados. Jorge Bolívar, en
la misma línea, construyó un discurso heroico sobre la influencia de Barreto en
el Tolima, pero evitó mencionar un solo proyecto de ley, un debate de control
político o cualquier acción que justificara su labor como senador.
La defensa más desorbitada vino del abogado Gustavo
Osorio, quien en su columna no se preocupó por presentar un solo dato sobre la
gestión de Barreto, sino que prefirió convertirlo en una especie de líder
supremo que ha moldeado la política tolimense. Su escrito, lejos de ser un
respaldo argumentado, fue un ajuste de cuentas cargado de calificativos
rimbombantes y ataques personales. Entre tantas palabras grandilocuentes, lo
más importante quedó fuera: ¿Qué ha hecho Barreto en el Senado? Nadie se atrevió
a responder.
La función de un senador no es solo figurar en redes
sociales o recibir elogios de su círculo cercano. Su responsabilidad es clara:
legislar, representar y ejercer control político. Debe presentar proyectos de
ley, aprobar reformas, velar por los intereses de sus electores y fiscalizar al
gobierno. En teoría, esas son las tareas que Barreto juró cumplir cuando fue
elegido. En la práctica, sus inasistencias y su nula relevancia en el Congreso
dicen lo contrario.
Si sus defensores realmente creyeran que Barreto es un
gran senador, habrían salido a demostrarlo con hechos, proyectos de ley,
debates y decisiones clave en los que haya tenido un rol determinante. Pero
como no tienen cómo hacerlo, optaron por un discurso nostálgico sobre su pasado
y ataques a quienes se atreven a cuestionarlo. Es más fácil desviar el foco de
atención que reconocer que Barreto, simplemente, no está cumpliendo con su
labor.
Lo preocupante no es solo que Barreto se ausente de su
trabajo, sino que haya quienes justifiquen su negligencia. La política no puede
reducirse a lealtades personales ni a redes de favores. Cuando un senador cobra
un salario con recursos públicos, su obligación es rendir cuentas a los
ciudadanos, no a su séquito de seguidores incondicionales. Normalizar el
ausentismo y la falta de resultados equivale a legitimar la mediocridad en la
función pública.
El problema no es que Barreto tenga aliados que lo
defiendan, sino que ninguno de ellos pueda justificar con pruebas su trabajo
como senador. Mientras se sigan aferrando a discursos vacíos y
descalificaciones, seguirán demostrando que su defensa no es más que una
estrategia de distracción. En lugar de relatos heroicos y ataques a la
oposición, lo que los tolimenses necesitan es un senador que trabaje, que
cumpla con sus funciones y que demuestre con hechos su compromiso con la
región. Hasta que eso no ocurra, la crítica seguirá siendo válida, por más que
sus seguidores griten lo contrario.