Por:
Por: Giovanny Molina
Habiéndome formado como
administrador de empresas (orgullosamente de la universidad del Tolima) y en
función de los cargos que Dios y mi persistencia me han dado la oportunidad de
desempeñar para contribuir (y devolver) de alguna forma, la inversión que todos
los tolimenses hacen por los miles de jóvenes que llegan a la educación
superior, incluido yo, por supuesto, quiero dedicar estas líneas a la gente
emprendedora de mi departamento, pero específicamente a la de mi ciudad.
A lo largo de varios años de
vida pública, he tenido que acompañar procesos, personas y situaciones de todo
tipo, al tiempo que recorría la mayoría de municipios que conforman el hermoso
departamento del Tolima. En cada recorrido, como en cada joven o en cada
adulto, siempre hubo algo que aprender; cada municipio, cada vereda, es una
parte de este cuerpo llamado Colombia; cada quien, camino y gente, me dejaron
enseñanzas que perdurarán por el resto de mi existencia.
Levantarse a las cuatro de
la mañana, apenas saliendo de Ibagué para visitar algún municipio y ver que a
esa hora, en cada barrio, hay muchas casas con las luces encendidas, significa
que allí, hay un colombiano preparándose para la batalla diaria por su
sobrevivencia y la de quienes lo rodean. Verlos salir de su casa, con el cabello
aun húmedo, con su cuerpo decentemente vestido y con las manos llenas de
paquetes, bolsas y sueños, me dan fuerzas para continuar trabajando por todos,
porque ellos representan para mí, los verdaderos héroes de esta patria: seres
humanos que día a día forjan este país a punta de trabajo honesto y esperanza.
Colombianos emprendedores
como doña Edelmira López, una ciudadana que nadie conoce; bueno, al menos no
tiene seguidores en redes sociales; pero lo que sí tiene, son un grupo de
clientes que le compran todos los santos días de su vida, las deliciosas arepas,
con las que ha sacado adelante a dos de sus hijos de la universidad, tiene
actualmente una hija en bachillerato y dos más en la escuela, cursando tercero
y quinto de primaria.
A las tres y treinta, como
hoy, que le pedí alojamiento en su casa, doña Edelmira está sentada haciendo el
rosario que todos los días reza con la misma devoción de hace más de cincuenta
años. Desde las doce de la noche, el maíz crepita en esa olla descomunal que
llamamos !indio¡; un olor dulzón y caliente inunda la cocina, mientras ella va
y viene, buscando, llevando y trayendo cosas de un lado a otro. Hace un frío
que trepana hasta el pensamiento. Apenas me levanto para recibir de sus manos
una taza de café con las pepitas bailoteando alrededor del borde; uno que otro
gallo pregona el fin de la noche. Afuera, en la calle, se escucha el rechinar
de las ruedas de los carritos ambulantes, que descienden por la calle
esperanzados en un nuevo día.
Son las cinco de la mañana;
Samuel y Álvaro ya se despertaron; están sentados en la cama que comparten
desde que nacieron; levantan sus brazos, se estiran, se miran uno al otro,
refriegan sus ojos y salen disparados hacia el solar para ver quién se baña
primero; sacan agua de la alberca y llenan un balde desvencijado por el sol y
los golpes; aquí el baño es a !totumazo¡ limpio; Samuel se baña de primero;
aúlla con el primer cuenco porque el agua está más fría que de costumbre. Se
envuelve en su toalla y busca su ropa; Álvaro le sigue en el rito. En la estufa
hay agua de panela con leche diluida en polvo; al lado, en una mesa llena de
surcos negros, reposan cuatro tostadas, dos para cada uno.
Doña Edelmira hurga entre el
armario de bambú (corrijo, guadua, porque en Colombia no existe esa variedad),
las medias que Samuel no encuentra. Álvaro si tiene todo completo; ya son las
cinco y media; los niños desayunan en completo silencio; apenas me miran y se
miran entre ellos, en un lenguaje que a duras penas se compadece con mi estado.
Tengo muchísimo frío. Terminan y se despiden, mientras su mamá alista el resto
de carbón para la parrilla. Hace rato que la pirámide de carbón esparce las
volutas incendiarias, que como luciérnagas, entibian por segundos esta
madrugada en la que he decidido estar en la piel de un colombiano trabajador.
Me tomo otro café con un par
de tostadas, mientras doña Edelmira me alcanza una arepa igual a las que se
consiguen en Armenia: delgadas, anchas y con mantequilla y sal por encima. ¡Qué
delicia de maíz!, me digo, porque ella me ha demostrado ser de poquísimas
palabras. Le doy las gracias por este espacio y por dejarme compartir un día
como todos los de una vida, que de domingo a domingo transcurre inmutable,
callada, igual, eternamente invariable.