OPINIÓN 04-04-2021
Por: Ricardo Cadavid
Con
esto del Covid, tuvimos que adaptarnos a la nueva normalidad. Las
conversaciones cambiaron rotundamente. Usted detenía a un amigo en la calle para
preguntarle: “Oye, ¿dónde conseguiste el tapabocas N95?” La sociedad entera
envejeció; de un momento a otro todos parecíamos viejitas yerbateras poseedoras
del secreto para sanar la enfermedad; que si la moringa, que el agua de panela
caliente con limón, que el jengibre, que aumentar la acidez en la garganta. Algunos
empezaron a masticar ajo en ayunas; eso no cura el Covid, pero asegura el
distanciamiento social.
Al
huérfano sector de la salud llegaron recursos que no habían recibido en décadas
y, gracias a un audio que circuló por WhatsApp, muchos se enteraron de que
Patarroyo seguía vivo. Algunos pensaban que había muerto intentando que, por
fin, funcionaran sus vacunas contra “la malaria, la tuberculosis, el papiloma,
el sida y varios tipos de cáncer”, o que había caído víctima de un atentado
perpetrado por furibundos animalistas amigos de los micos del Amazonas. El
nivel de ocupación de las UCI era más alto que el de los moteles en el día de
la secretaria, y los regalos para las novias cambiaron; la pizza y los
chocolates fueron reemplazados por cajitas de guantes, alcohol y tapabocas, única
estrategia para que las suegras permitieran la visita del indeseable yerno en
pleno aislamiento.
Un
dato curioso: no vimos pastores pentecostales imponiendo las manos para sanar
enfermos del Covid. Las curiosas sanaciones son tremendamente selectivas, como
si Dios no atendiera a domicilio y solo llegara a esos estadios y teatros
atestados de gente, para ver un “apóstol” (así se llaman ahora, con toda la
humildad del caso), curar milagrosamente a desahuciados, enfermos
terminales, haciendo caminar inválidos y
ver a los ciegos; pero no se apreció una
iniciativa de avivamiento, como sanar un pabellón lleno de enfermos de Covid, o
por lo menos que recuperaran el aliento dos o tres pacientes con dificultades
para respirar, o aunque fuera una transmisión en directo por el canal Enlace para
que un profeta, hablando en lenguas, lograra que un enfermos dejara de toser o
aunque sea, detener un estornudo ¡nada!
Por primera
vez en muchos años, las ayudas no fueron a parar a los bancos, sino que se
entregaban mercados directamente a la gente; tal vez porque se estaban muriendo
los viejos votantes y esa renovación electoral suele preocupar a la derecha: si
solamente sobreviven los jóvenes, gana Petro y ¡vénganos en tu reino! En los
barrios cuya miseria era mayúscula, colgaban bayetillas en las ventanas. Nunca
vi un trapo rojo que simbolizara tanta amargura, desolación, y desesperanza; exceptuando,
tal vez, los resultados del partido liberal en las últimas elecciones. La
próxima contienda electoral en el nuevo azul Tolima, va a estar algo confusa; cuando
veamos un político liberal agitando el trapo rojo, no sabremos si busca un
voto, o si está pidiendo auxilio.
Los
ladrones aprovecharon el tema del tapabocas para atracar a plena luz del día. El Congreso debería aprobar una ley que le exija
a los atracadores presentar la prueba de PCR antes de cometer un delito, eso
sería un acto piadoso con las víctimas, una forma de resarcir el hecho de que,
en Colombia, los únicos que pueden portar armas son los maleantes.
Las
calles fueron militarizadas y para mejorar la percepción de seguridad, la
policía trajo un helicóptero que hace más bulla que cama de recién casado. Para
mi es un misterio cómo han podido desmantelar tanta olla de microtráfico con
ese sigiloso helicóptero. Mi abuelita los escucha venir a diez cuadras, y eso
que ella es sorda desde la década del 70.
Y se
vino la reactivación económica. Pudimos volver a los centros comerciales y a
los supermercados, anotando nuestro nombre en planillitas con el mismo lapicero
que usaban todos, e incluso poníamos huellitas con el mismo huellero que usaban
todos. A veces nuestra lógica es extraña; qué se puede esperar de una sociedad
que se desgasta enseñándole a la gente a separar la basura en divertidas
canequitas de colores, y luego pasa el camión recolector y mete todos los
residuos en el mismo contenedor. Hay que admitirlo: ¡Somos brillantes!
El retorno
a clases ha sido muy lento. Los padres estamos a punto de enloquecer con las
clases virtuales. Resulta vergonzoso que
un niño de nueve años atestigüe que su papá tiene serias dificultades para
sumar fraccionarios. Cuando llegaron los primeros boletines de calificaciones,
miramos con desconsuelo a los hijos mientras ellos sentenciaban: “Papi, nos
rajamos”.
Hay
que felicitar a los profes porque fueron unos héroes. Recuerdo que, en mis tiempos, la principal
razón para escoger un representante de curso, era para que conectara el video
beam, porque el profe no tenía ni idea; y de un momento a otro, tuvieron que
dar clases virtuales, aprender zoom, pagar su propio internet, clavarse horas
frente a una pantalla. En verdad, toda una proeza. Y qué decir del personal de
la salud; en todas las ciudades, los médicos y enfermeras entregaron su vida,
sin que aún les construyan un pequeño monumento.
Tantas
cosas han pasado. La entrega del primer lote de vacunas fue un espectáculo
deplorable. Afortunadamente no llegaron en el periodo de elecciones
presidenciales, o el Centro Democrático nos hubiera convencido de que la vacuna
rusa forma parte de un complot de Venezuela para inocularnos el comunismo.
Esta
pandemia ha durado más que el poder de Álvaro Uribe y el conflicto armado en
Colombia. Poco a poco iremos retornando a las calles y algo me dice que, al
final, nos embargará la nostalgia. Extrañaremos las cenas en familia, el
esfuerzo para evitar que los abuelos se contagien y perdamos la pensión, el
extraño retorno a casa, las conversaciones en el aislamiento, mirarnos a la
cara, los unos a los otros, y como dice Gabo en uno de sus magistrales cuentos,
darnos cuenta de que ya no estamos completos y que nunca, jamás, volveremos a
estarlo. Todos perdimos algún ser
querido, en mi caso, la tía Adela, la tía Carmen, el tío Omar. Creo que aún no
hemos despertado de esta extraña pesadilla, y cuando lo hagamos, entenderemos
que se fue Don Alonso Botero, que ese gran caballero ya no está para darnos una
palabra de aliento o leernos un versículo, que Don Carlos Alvarado no contempla
más las góndolas de las ofertas desde el segundo piso de Mercacentro, o que,
por la tercera, no podremos ya nunca tomarnos un café con Carlitos Sepúlveda y
rajar de medio mundo. No sabemos cuánto hemos perdido. Aún no nos damos cuenta.
NACIONAL 03-04-2020
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