En la Universidad del Tolima, todavía hay un salón donde
algunos juran que el silencio es distinto. No es el silencio de la
concentración ni el de la indiferencia. Es un silencio pesado, como si
aguardara a alguien. Como si la cátedra aún estuviera esperando a su profesor.
El pasado 12 de noviembre, se cumplieron 43 años desde que
Indalecio Munevar Domínguez salió de su rutina académica para convertirse, sin
saberlo, en uno de los nombres más dolorosos de la historia universitaria del
Tolima. Fue en 1982 cuando las extintas Farc lo desaparecieron, arrancándolo no
solo de su casa y de sus estudiantes, sino también del país que necesitaba sus
ideas más que nunca.
Desde entonces, su ausencia se volvió una presencia
incómoda: todos saben que falta, y sin embargo nadie ha podido decir dónde
está.
Un profesor que enseñaba a pensar
Quienes lo conocieron lo recuerdan entrando al aula con una
serenidad que imponía respeto. No era solo un docente; era un hombre que hacía
de la educación un acto de resistencia. En la Colombia convulsa de los años 80,
Indalecio enseñaba a debatir, a cuestionar, a pensar desde la libertad.
Para muchos estudiantes, su clase era un refugio. Para
otros, una chispa que encendía nuevas preguntas. Para todos, un lugar donde la
palabra valía más que el miedo.
Por eso su desaparición no solo quebró a su familia; hirió
a la academia. Fue un golpe calculado contra el pensamiento crítico, un mensaje
dirigido a quienes se atrevieran a convertir las ideas en herramientas de
transformación.
43 años de un vacío que no se llena
En la memoria de sus familiares, el calendario parece
detenido. Cada aniversario no es solo una fecha; es una herida abierta. No hay
cuerpo, no hay tumba, no hay verdad. La desaparición forzada, ese crimen que
pretende borrar todas las huellas, sigue siendo una sombra que recorre los
pasillos universitarios y las salas donde su familia aún espera una respuesta.
Pero hay un vacío más difícil de explicar y más difícil de
perdonar: el institucional. La Universidad del Tolima, la casa que él ayudó a
construir desde la docencia, nunca lo ha reconocido como merece. Su nombre no
está en placas, auditorios ni ceremonias. Tampoco en los actos formales de
memoria. Parece como si su historia incomodara, como si la universidad aún no
supiera qué hacer con ese fantasma que exige verdad.
Un legado que no se resigna a ser silencio
A pesar del abandono institucional, Indalecio sigue vivo en
quienes fueron tocados por su palabra. Sus estudiantes, hoy profesionales,
padres, docentes, líderes— recuerdan las discusiones intensas, las lecturas
necesarias y la claridad moral con la que abordaba cada tema.
Ese legado, que la violencia quiso mutilar, se convirtió en
resistencia. No pudieron borrar su nombre. No pudieron borrar sus ideas. No
pudieron borrar lo que significó para una generación que aprendió a pensar en
medio de la oscuridad.
Por eso hoy, a 43 años, la memoria se transforma en
exigencia.
La justicia que no llega: un llamado que ya no
puede esperar
Esta crónica no pretende ser un homenaje solemne ni un
recuerdo nostálgico. Es, ante todo, una urgente petición de justicia.
Porque recordar no basta. Porque 43 años son demasiados
para esperar una verdad que el Estado tiene la obligación de entregar.
Por eso hoy, en nombre de la dignidad de su legado y de la
deuda histórica con su familia, la comunidad que lo recuerda exige acciones
concretas:
A la Presidencia de la República: que
asuma el liderazgo político necesario para priorizar el caso y garantizar
recursos para su esclarecimiento.
A la Fiscalía General de la Nación: que
reactive y acelere, con la urgencia que demanda un crimen de lesa humanidad,
las investigaciones forenses y judiciales que permitan conocer la verdad.
A la Unidad de Búsqueda de Personas
Desaparecidas (UBPD): que incorpore el caso de Indalecio en sus
planes regionales de búsqueda y utilice todos sus mecanismos para encontrarlo.
Que su nombre no se apague
Indalecio Munevar Domínguez debería estar hoy en una sala
de clase. Debería estar discutiendo con sus estudiantes, anotando ideas en un
tablero, leyendo un libro, conversando en los pasillos. Debería estar donde
siempre estuvo: frente al conocimiento, frente a la palabra. Pero la violencia
decidió lo contrario.
Que esta crónica sea, entonces, un recordatorio y un
compromiso: no habrá paz verdadera mientras los desaparecidos sigan sin
aparecer, mientras la verdad siga oculta, mientras la justicia siga en
silencio.
Su cátedra quedó vacía. Su legado, no. Su búsqueda
continúa.
POR: Redacción El Irreverente Ibagué